Ser mujer en el área rural de Huehuetenango durante la pandemia
Brenda Méndez se dedica a defender y empoderar mujeres, haciendo frente a los desafíos de ser mujer en el área rural, los cuales aumentaron durante la pandemia.
“Es increíble cómo se ha disparado el nivel de violencia en el pueblo durante la pandemia”, asevera Brenda Méndez desde la pantalla de su celular, en videoconferencia, sentada en un aula del instituto básico por cooperativa que dirige a partir de este año en Bulej, comunidad ubicada a 160 kilómetros al norte de Huehuetenango, a los pies de la majestuosa cadena montañosa de los Cuchumatanes.
Lo dice con una sonrisa nerviosa, como si se sorprendiera por un concepto resabido, un secreto a voces, que experimentan las mujeres indígenas del área rural en su vida diaria, desde el ámbito público hasta las paredes de sus hogares, víctimas de la exclusión doméstica, social, económica y étnica, en un ciclo impermeable a los cambios del tiempo, que no parece tener fin.
Jefa única de hogar de 30 años, separada de su esposo desde el nacimiento de su segundo hijo, Méndez es una de las 240 mujeres identificadas como agentes de protección por ONU Mujeres, que lideran redes de protección en 80 comunidades en el departamento de Huehuetenango en coordinación con la Defensoría de la Mujer Indígena de la región. La red comunitaria que lidera logró atención inmediata que, en menos de 24 horas, permitió atender un caso de alto riesgo, movilizando la respuesta coordinada de las instituciones de seguridad y justicia y la iniciativa privada departamental.
Mujer rebelde desde cuando era niña - así ama definirse ella, muy orgullosamente - Méndez se empoderó de su papel de mujer dentro del contexto hiper-machista de su comunidad a través de un recorrido de maduración largo, vivido en carne propia, alcanzando su independencia económica con su profesión de maestra y la independencia intelectual gracias al acompañamiento de la organización Actoras de Cambio, a la cual pertenece y por medio de la cual ha podido solidarizarse con otras redes de mujeres indígenas en todo el país, entrecruzando experiencias de vida, sintiéndose, al final, menos sola de lo que pensaba al principio de este virtuoso camino. Desde el 2015, es la coordinadora de dos grupos de mujeres, 35 en total, que se apoyan mutuamente en la comunidad, comparten espacios de sanación, de trabajo colectivo y se protegen de la violencia de la vida, con el sueño de fundar una asociación de mujeres que les permita ampliar el trabajo de emancipación femenina tan necesario en ese rincón del mundo.
Pueblo de 20.000 habitantes escondido entre las nubes del altiplano, Bulej cuenta con una tasa de migración del 75 por ciento. Al momento, sólo un cuarto de la población reside en el pueblo, la mayor parte son ancianos, mujeres e infantes. La comunidad, perteneciente al municipio de San Mateo Ixtatán, uno de los primeros por tasa de desnutrición infantil a nivel nacional, destaca por la imponente arquitectura de remesas que domina la estética de las casas en construcción, quintales de cemento y ventanas que, al momento, no hospedarán a nadie en su interior, ya que la mayoría de sus propietarios sigue viviendo en Estados Unidos, trabajando para realizar su sueño, levantar edificios y negocios, a cuesta, muchas veces, de la desintegración familiar.
A primera vista, Bulej, con sus camiones de transporte de carga, las tiendas repletas de bicicletas nuevas, las grandes viviendas y las banderas gringas en homenaje al sueño americano, no ostenta las condiciones críticas en que viven las personas que se han quedado en la comunidad, la precariedad humana y emocional que se vive en una aldea fantasma. “Sólo en los últimos dos meses, 7 de los 16 estudiantes del primer grado de básico se han ido de la escuela para emprender el viaje al norte”, comenta Méndez refiriéndose al fenómeno del abandono escolar como algo trágicamente normal en Bulej.
Si ya la situación era dramática antes de la pandemia, en el último año la crisis la ha agudizado drásticamente: los comercios pararon por varios meses, los precios se dispararon y el cáncer del alcoholismo, lejos de haberse limitado, empeoró aún más influyendo en el alza de la violencia intrafamiliar en la comunidad. Como si no fuera suficiente, a finales del año pasado, las tormentas ETA e IOTA empeoraron el contexto, inundando por completo la comunidad bajo metros de lodo y agua, sepultando pertenencias, cultivos y esperanzas.
Justo en esa época, a Méndez le tocó lidiar con un caso complejo de violencia en contra de una paisana, que la llevó a tener que huir de la comunidad por un mes entero, hasta el año nuevo, junto con toda su familia, antes de que cesaran las amenazas en su contra.
El 9 de diciembre de 2020, Eulalia Alonzo, mujer embarazada de 32 años, fue bárbaramente violada por el presidente del Consejo Comunitario de Desarrollo de la comunidad, un hombre de 75 años, quien aprovechó la invalidez del esposo de la víctima para meterse en su casa y agredirla sexualmente. El hijo mayor de Eulalia, de 15 años, intervino en su defensa golpeando al agresor, quien reaccionó mandando a encarcelar a madre e hijo con la acusación de ofensa e insubordinación a la autoridad pública. Con el pretexto de ir a buscar los 75 mil quetzales de caución para salir de la cárcel, Eulalia llegó a la casa de Brenda y, de inmediato, fue trasladada a la sede de la Defensoría de la Mujer de Huehuetenango, mientras al teléfono de la mujer seguían entrando mensajes intimidatorios por parte de las autoridades de la comunidad. “Afortunadamente, la coordinación con la representante de ONU Mujeres fue muy efectiva y el traslado de la mujer se realizó rápidamente”. Sin embargo, quince días después, Eulalia Alonzo, recién regresada a la comunidad, murió, probablemente, por algunas complicaciones debidas al embarazo. La familia, como en la mayoría de los casos, no dio seguimiento legal al hecho.
Limny Castillo, de la Dirección Municipal de la Mujer del Municipio de La Democracia e Irma Argueta, delegada departamental de la Secretaría Presidencial de la Mujer, trabajan junto con ONU Mujeres tratando de facilitar espacios de encuentro entre las mujeres afectadas por la violencia de género, así como levantar protagonismo entre las redes de agentes de protección comunitaria y facilitar mecanismos de denuncia contra los agresores y defensa de las agredidas. Ambas coinciden en que la colaboración con la Entidad de las Naciones Unidas, durante el último año, ha sido más que oportuna debido a las condiciones no planificadas de vulnerabilidad económica y social ocasionadas, primero por la pandemia, y después, por las dos tormentas tropicales. Por su parte, la seguridad alimentaria, en uno de los departamentos con mayores índices de desnutrición del país, y la mejora de las condiciones de vida de la población, principalmente de las mujeres, son retos que ahora son más factibles de superar, gracias al trabajo y enorme compromiso de personas como Brenda Méndez.
“Nos estamos acuerpando con grupos de mujeres de otros municipios, solidarizándonos y sintiéndonos más fuertes. Las autoridades reconocen nuestro trabajo y responden a nuestras peticiones. La policía reacciona prontamente a nuestras llamadas porque ya nos conocen, respetan nuestro trabajo y nos apoyan” subraya Méndez ya con menos nerviosismo en la voz. “Allí viene la que les da el poder a las mujeres”, se ríe, repitiendo el comentario que siempre más hombres exclaman al cruzarse con ella en la calle. Y esta vez, se ríe con gusto, consciente de su aporte y los logros que está cultivando en favor de la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres.