El retorno de migrantes durante la pandemia
Es evidente, hasta la fecha, que uno de los puntos críticos de la crisis sanitaria derivada de la COVID-19 ha sido la movilidad humana.
Tal y como ocurrió en todos los países del mundo, también en Guatemala, la detección del primer caso de Coronavirus lo cambió todo. Esto ocurrió el 13 de marzo de 2020, después que un pasajero de un vuelo comercial procedente de Europa presentara síntomas de la infección.
La curva de contagio creció exponencialmente en el país y pronto iniciaron las primeras medidas impuestas por el gobierno que buscaban mitigar la propagación del virus. Siguiendo las políticas implementadas por países que pocas semanas antes habían experimentado tal situación, Guatemala limitó la libre circulación de personas por medio de “toque de queda”, cierre de la mayoría de las actividades comerciales y exigió respetar una prudente distancia entre personas en lugares públicos.
Es evidente, hasta la fecha, que uno de los puntos críticos de la crisis sanitaria derivada de la COVID-19 ha sido la movilidad humana. Fue por tanto, en los primeros meses de la pandemia, una acción inmediata a limitar o más bien anular el flujo de personas que desde el extranjero entraban a Guatemala. Se cerraron las fronteras terrestres y se anularon los vuelos comerciales hacia el país.
Las únicas excepciones fueron los vuelos de deportación que repatriaron a las personas migrantes irregulares detenidas en Estados Unidos (EE. UU.) y aquellos que entraron por tierra procedentes de México.
Era evidente que el ingreso al país de personas que llegaban principalmente desde EE. UU., uno de los países con las tasas más altas de infección en el mundo, representaba un alto riesgo. A finales de abril de 2020, autoridades del país, a través de declaraciones del Ministro de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS), confirmaron que los deportados desde EE. UU. representaban “el 20 % de los 500 casos de COVID-19 en Guatemala”. Fue así como, desde la primera semana de mayo, se decidió suspender los retornos.
Se requirieron semanas de trabajo para afinar protocolos eficientes con el objetivo de minimizar los riesgos de seguir “importando” el virus. Además de exigir al gobierno de EE. UU. efectuar las pruebas clínicas para detectar el virus, autoridades del Instituto Guatemalteco de Migración (IGM), con la ayuda y el respaldo de la Organización Internacional de Migración (OIM), previeron la necesidad de equipar instalaciones donde los deportados pudiesen guardar un período de cuarentana.
“Además de los certificados de prueba con resultado negativo que poseía cada migrante retornado, el MSPAS se encargaba de realizar un nuevo test, este al azar al 10% de las personas”, afirma Magda Del Valle, agente del IGM que estuvo a cargo del albergue “Ramiro de León Carpio”, en la Ciudad de Guatemala. “Recibimos un promedio de 1.200 a 1.500 retornados al mes, a quienes ubicamos en cuatro albergues diferentes. En el “Ramiro de León Carpio” unos 500 a la semana”.
Además del personal del IGM y el MSPAS que sumaban dieciséis en total, en el “Ramiro de León Carpio” fueron contratadas tres educadoras como parte del apoyo facilitado por OIM, a través del “Programa conjunto de apoyo al Plan de Respuesta Humanitaria COVID-19: protección del personal de salud y promoción de una cuarentena digna basada en derechos humanos”. Emma Estrada es una de ellas y explica como su función esencialmente fue la de enseñar las buenas prácticas de higiene que la presencia de la COVID-19 nos obliga a respetar. “Dábamos clase a grupos de 15 a 20 personas, por unos 20 minutos, enseñando cual es la manera correcta de lavarse las manos, como usar las mascarillas” recuerda Emma, “usamos infografías y diseños para que fuera todo más claro. Todo esto para los 7.350 retornados atendidos”.
Su colega, Alejandra Olmedo, remarca que jugaron también otro rol: “desde el inicio nos dimos cuenta que la mayoría de ellos necesitaban apoyo psicosocial, venían de vivir meses en encierro y al ingresar a Guatemala tenían la idea de irse directamente a sus hogares, estaban desesperados por hacerlo. No faltaron los momentos tensos, pero cuando se les hacía notar que eso era también para tutelar a sus propias familias, entraban en conciencia”.
Cuando se les comunicaba la necesidad de la cuarentana, muchos revivían los momentos de las detenciones en EE. UU o México. No creían en las descripciones que los encargados del albergue les daban de las instalaciones. Tres comidas calientes al día, camas equipadas con colchones, baños dignos, áreas comunes al aire libre y hasta wifi. Esos tratos, recibidos en su propio país, fueron un alivio para muchos.
Ingrid Andrino, una de las tres educadoras, recuerda como el apoyo de OIM, a través del programa conjunto, facilitó también una donación para los migrantes retornados: “se entregaron 1.970 dispensas de alimentos, además de kits de higiene y de abrigo. Lo que no se utilizó tras el cierre del albergue, en diciembre 2020, se entregó en la Fuerza Aérea Guatemalteca, el lugar donde siguen aterrizando los vuelos desde EE. UU”.
El mayor indicador de eficiencia de la labor ejecutada por parte de las educadoras, es un dato objetivo. A lo largo del funcionamiento del albergue “Ramiro de León Carpio”, entre los empleados del IGM, del MSPAS y de OIM, ninguno de ellos resultó positivo a pesar de haberse detectado casos de portadores asintomáticos de COVID-19 entre los migrantes recién ingresados.
El equipo de OIM participante en el programa conjunto puntualizó también que, “el éxito del trabajo de las educadoras consistió en el uso de la estrategia “aprender haciendo” y la organización de pequeños grupos de aprendizaje, lo cual fue una acertada forma de hacer llegar los mensajes clave de prevención del virus a las personas migrantes retornadas en los albergues”. Adicionalmente, la “estrategia de trabajo puso al centro los derechos humanos de las personas, permitiendo crear espacios de diálogo y vínculos de confianza entre las educadoras y las personas migrantes para la identificación de necesidades de atención psicosocial y su respectiva derivación”.